A
veces los campos de flores no suelen ser tan hermosos, pacíficos y relajantes
como los imaginamos, como se ven en las imágenes, en las películas y en los
carteles de publicidad, de hecho, la mayoría de las cosas suelen ser solo un
espejismo, banalidades e historias reflejadas desde un punto menos vergonzoso.
Aquel
que observa a un costado desde la cúspide de una roca no es quien para dar
dulzor a lo que su interior aguarda, la visibilidad esta en caminar entre
ellas, rosar las hojas, cautivarse y ver a fondo cada partícula que recubre los
pétalos, sentir la briza entre los dedos y sufrir cada espina que atraviese tu
cuerpo.
Pero
el problema está en que, si el visaje desde aquella roca parece frágil,
maravilloso y con esa magia de cuento de hadas ¿para que adentrase en lo
imposible?, ¿para qué sentir esa profundidad? si a los ojos solo le basta la
distancia. Aquel que se adentra vanamente termina como un simple espectador
cuando un insecto es devorado por las hormigas, cuando aquella briza fuerte
desprende los hermosos capullos de gusano que no lo lograr su metamorfosis, ahí gentil mirando
sin saber qué hacer, juzgando y tirando piedras a quien cree es el culpable,
pero más allá de los simples juicios solo es una estatua, una simple oveja del
mundo que sigue con fanatismo aquello que parece tabú y escandaloso y que con
cada cosa que observa va dando un paso hacia atrás para terminar nuevamente en
aquella cima de la roca, olvidando rápidamente lo que sus ojos pudieron ver.